Tomás de Iriarte
Tomás de Iriarte (1750-1791) estuvo
determinada, de un modo muy especial, por la de su tío Juan de Iriarte (1702-1771).
En efecto, fue éste quien, tras salir del Puerto de la Cruz, Tenerife, para ir
a estudiar a París e instalarse después en Madrid, lograría abrir un camino que
tres de sus sobrinos -Bernardo, Domingo y Tomás- sabrían seguir y aprovechar.
La figura del tío, pues, requiere algún espacio. Juan de Iriarte abandonó su
tierra natal para ir a París a estudiar en el famoso colegio de jesuitas "Louis le Grand". Aparte de dominar el francés y el inglés
-con una visita a Londres-, ahí desarrollaría su afición por las letras
antiguas y particularmente latinas, iniciándose a la composición poética en
latín que no abandonará nunca a lo largo de su vida. A su regreso se aposenta
en Madrid y, tal vez por sus contactos con los jesuitas, logra que el padre
Clarke, jesuita también y confesor del rey, le nombre bibliotecario de la Real
Biblioteca. En esa institución -creada en 1712 por Felipe V a instancias de
Macanaz y el padre Robinet- se encuentran algunos de los más destacados
intelectuales novatores e ilustrados de la capital: Juan de Ferreras, uno de
los fundadores de la Real Academia, y Blas Antonio Nasarre entre otros. Juan de
Iriarte se integra sin problemas a la vida de Madrid y pronto se encarga de la
educación de los hijos de los duques de Alba y de Béjar. Como intelectual bien
acogido en su medio, en el que se desenvuelve sin conflictos ni
enfrentamientos, va tejiendo la red de amistades y contactos que consolidan su
posición y alfombrarán el camino de sus sobrinos.
Los estudiosos han subrayado el encarnizamiento
con que Forner censuró a los Iriarte; alguno ha llegado incluso a sugerir la existencia
de una enfermedad psicológica -una psicosis por envidia patológica a los
triunfadores-. François Lopez, sin embargo, rastreó con suma agudeza las
razones familiares, intelectuales e ideológicas que motivaron el particular
odio forneriano contra los Iriarte. Es importante, además, recordar que el
espíritu polémico y las polémicas públicas -en las que, pese a participar en
ocasiones varios individuos, siempre suele destacar por su tenacidad alguno de
ellos- surgen vigorosamente en España durante el tiempo de los novatores (hacia
1675), época en la que diferentes asuntos de orden científico, historiográfico,
lingüístico o filosófico -por no incluir los enfrentamientos ideológicos
asociados a fines de siglo y comienzo del siguiente al cambio de dinastía y la
guerra de Sucesión- desencadenan debates apasionados, con multitud de
publicaciones de mayor o menor extensión que tienden a configurar la existencia
de dos campos habitualmente bien demarcados. Juan de Iriarte, en su
colaboración con el Diario de los Literatos, participaría, como se ha visto, en varias
polémicas que le enfrentaron a Segura, Mañer o Luzán. Por tanto, la actitud de
Forner hay que situarla en un contexto en el que la publicación de folletos o
voluminosos libros para rebatir, matizar o atacar lo dicho o hecho por alguien
forma parte esencial de la vida intelectual de la época. Y ese contexto se
explica, a su vez, por dos factores concomitantes: por un lado, el
reforzamiento de la conciencia sobre el poder crítico individual -amparado por
el uso libre de la razón y la capacidad de observación y experimentación-; por
el otro, el desarrollo de las publicaciones periódicas y la cada vez mayor
accesibilidad a los medios materiales de edición y publicación. De todos modos,
su insaciable agresividad hacia los Iriarte -que el propio Forner no satisfaría
nunca plenamente- funcionaría hasta el final como una amenaza latente a la
salud física y espiritual de Tomás. El día 17 de septiembre de 1791, en Madrid,
desaparecía tempranamente de entre los vivos Tomás de Iriarte. Antes de cumplir
los cuarenta y un años, soltero como su tío, se extinguía uno de los ilustrados y neoclásicos
más brillantes y representativos de la época.
Tomas de Iriarte tuvo suerte con sus obras teatrales, pero en cuestión
de salud no le fue tan bien, siendo víctima de una enfermedad conocida como la
gota, la cual le priva de las cosas que más disfrutaba hacer, como acudir al
teatro y a las tertulias literarias, visitar a sus amigos de sociedad, con los
cuales mantenía comunicación por medio de cartas, y con los cuales hablaban del
sufrimiento de su enfermedad, con algunos de los más cercanos mantuvo conexión
hasta los últimos días de su vida. En esas cartas describe el tiempo que pasa
escribiendo sus obras y como los plazos de estabilidad en su salud, le
permitían escribir.
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